Retratos en El Cielo

PEDRO FERNANDO ARROYO MONTES 

Entre vientos y percusiones 

Por: Julio César Pérez Méndez (*) 


No es arbitrario iniciar este perfil con el refrán: El que nace para carpintero, del cielo le caen los clavos. Una de las razones la guarda una canción de la que sabremos más adelante; la otra porque a temprana edad, a Pedro Fernando Montes Arroyo le caían (o él mismo hacía caer) los materiales que lo llevarían a forjar un arte: latas y latas de leche y cereales en polvo. “Mi vieja, María Eugenia Montes, nunca imaginó que en vez de estar ayudando a nutrirme lo que hacía era propiciar una vocación. De hecho, creo que todos esos polvos comenzaron a hacerme efecto después de los 21 años, porque antes fui más flaco que un suspiro; mientras que a través de los envases, aparentemente insignificantes, descubrí la magia de la percusión”. Porque hay que resaltar, que aunque hoy día Pedro es uno de los clarinetistas más esclarecidos del Caribe colombiano, su vida musical empezó con baquetas y redoblantes. 

Él cuenta que buscaba las latas en estantes y anaqueles bajos, jamás por saborear los apetitosos contenidos y siempre para hacerlos rodar por el suelo, magnetizado por el incipiente aunque certero placer que le producía el contacto masivo de los cilindros de aluminio con la superficie de cemento. “Una vez vacié una lata mediana de leche en polvo, para usarla como tambor. ¡Carísima! El asunto es que la lata vacía producía un sonido más brillante que el de la lata llena. Aunque, si en aquel momento hubiera dado una explicación como esta, creo que tampoco me habría salvado de la limpia que me dio Pedro Arroyo Tenorio, mi papá”. 

A pesar de que los arcanos dioses de la música jamás han querido revelar a través de sus oráculos el lugar exacto en el que nació el Porro (y ¿para qué?, si a soto voce se sabe que surgió silvestre en distintos sitios de la costa, cerca a sabanas y lugares húmedos, sonoros y soleados); de vez en cuando regalan augurios favorables que correctamente interpretados ofrecen improntas reveladoras. 

Pedro, quien ya traía en sus dos apellidos lo líquido y lo vegetal que hizo surgir al Porro (Arroyo Montes), nació en el año de la primera versión del entonces denominado Festival del Porro Pelayero, hoy considerado la meca de los músicos de banda, y rebautizado con justicia como Festival Nacional del Porro en San Pelayo-Córdoba. A Pedro le cortaron el ombligo en Sahagún en 1977, el 11 de agosto, cuando todavía se escuchaba en el caribe colombiano el eco de los bombos, los platillos o los bombardinos; y las celebraciones largas de la primera banda ganadora: la 19 de Marzo de Laguneta (Ciénaga de Oro). No está de más saber que a escasos cinco días de su nacimiento, un Rey musical estaba a punto de ser cubierto para siempre por la sombra negra del mármol: el estreñimiento crónico producto de un pobre movimiento de las válvulas intestinales dejó muerto a Elvis Presley sobre un trono frío: el inodoro del baño principal de su mansión, en Memphis-USA. 

La impronta que mencioné al final del tercer párrafo viene a ser la que sigue: en el afiche de aquel primer Festival de 1977 en San Pelayo se aprecia sobre el fondo rosado un círculo blanco con el perímetro tres veces remarcado (verde, amarillo, verde) en el que reposa un redoblante amarillo y, un poco más atrás, un clarinete del que brotan las notas de María Varilla. Redoblante y clarinete: los instrumentos que marcarían el trayecto musical de Pedro Arroyo. 

El bachillerato lo estudió en el colegio Andrés Rodríguez Balseiro. Cuentan los que ahí lo conocieron, que hasta los Padres Nuestros y las Ave María que instauró la seño Celmira Pérez eran musicalizados por Arroyito con el percutir de los lapiceros sobre los pupitres y de vez en cuando con algún estridente guapirreo típico de los porros. Dichas acciones, antes que valerle una reconvención de la maestra o una expulsión por parte del Rector ---el profesor Lorenzo Quiróz---, le representaron su vinculación al grupo folclórico de la Institución, y más tarde al reconocido Arme y Desarme, cuna de algunos de connotados gestores culturales, intérpretes musicales y danzarines folklóricos de San Juan de Sahagún. La verdad, Pedro nunca fue mal estudiante, sólo que nunca pudo entender que sus maestros y compañeros no comprendieran que aprender se volvía más bacano cuando las clases se adornaban con notas, chiflidos y toquetoques. 

Yo lo veía cuando a medio día pasaba sofocado por la Avenida del Hospital con un mazo de cuadernos Norma sosteniéndole el sobaco izquierdo. Ñato como una pared, flaco, con la barba que parecía una media llena de tierra (aunque los años se han encargado de formarle una papada que acortó la soberbia longitus adolescente), las piernas pegadas y caminando siempre como si fuera tarde para alguna cita; y por supuesto, por obra y gracia del espíritu santo y de la genética más sugestiva, cobijado por una cabeza inmensa que le daba sombra del cuello para abajo, cabeza que coronaban unos alambres indomables que hacían recordar a cabellos de ángel, uno de los cómplices de Condorito. Sí, hay que decirlo sin ambages: Pedrito era el típico pelaíto cabezón. ¡Pero mucho cuidado!, porque los entendidos del mundo del folklore siempre han admitido que de las malas horas “no nos libres Señor” pues de ellas surgen los grandes logros artísticos, y especialmente los musicales. Por segunda vez aplazaremos la noticia de la que sólo precisaremos tres datos: clavos, fisonomía, canción. El lector avispado debe tener a estas alturas una conclusión más o menos clara. 
A los doce años, Pedro estaba a punto de ser mayor de edad. Si bien ya tenía reconocimiento del gremio de música folklórica de la ciudad, un día cualquiera, en una de las 718 presentaciones que se realizan en un año normal en Córdoba, uno de los redoblanteros de una banda se fracturó la mano a última hora; y bueno, todos sabemos que las fracturas de algunos son las pomadas de chuchuguaza de otros, o en sabiduría popular: lo que es p´a perro no se lo come gato. Al poco tiempo, repito, Pedro era ya un veterano y por lo tanto tenía derecho a su mayoría de edad musical: lo consideraban uno de los mejores redoblanteros de las sabanas del antiguo Bolívar. Fue en ese momento cuando tomó una de las primeras decisiones radicales de su vida: comenzó a dejarse crecer unas pelusas sobre el labio superior…digamos…un bozo…o más bien un esbozo de bigote: una especie de anuncio de su prematura adultez, una muestra en dieciocho pelillos de su virilidad. 

Pero si a los doce años el muchachito del bigote traslucido ya era un ciudadano musical, a los catorce le impusieron el sello de calidad: la Banda Aires de Córdoba, antigua como los versos de Pablito Flórez, lo llamo a sus huestes y allí se mantuvo. Bueno, decir se mantuvo es errar un poco, porque en realidad lo que hizo fue moverse: julio-Festival del Mapalé y música folclórica en Buenavista, agosto-Festival de la canción y el acordeón en Ayapel, septiembre-Semana Cultural de Sahagún, octubre-Festival del Diabolín en Pueblo Nuevo, noviembre-Fiestas de Cartagena, diciembre-celebraciones de fin de año, enero-precarnavales en Barranquilla, febrero-carnavales de Barranquilla, marzo-festival del burro en San Antero, abril-Festival Nacional de la Cumbiamba en Cereté, mayo-Festival de bandas folclóricas de Planeta Rica y el Encuentro Nacional de Bandas en Sincelejo, y en junio, por supuesto: el año musical de Pedro terminaba (y volvía a comenzar) con el Festival Nacional del Porro en San Pelayo. Festival que él esperaba con ansia y paciencia con la fe y el empeño puesto en recorrer con sus dedos la estatuilla del primer premio en la categoría Pelayera, la cual representa la síntesis material de una gloria que muchas veces se torna huidiza y altanera. 

Y más huidiza estaría después de cuatro años de trabajo con la Aires de Córdoba. Porque si la dedicación y el talento son los padres del éxito, la desidia y la rutina son las parteras del fracaso. A los dieciocho años, cuando algunos apenas empiezan su ciclo vital, cuando apenas comienzan a escuchar los sonidos oxidados de las bisagras abriendo las puertas del mundo, a Pedro le tocó devolverse y cerrarlas: la Banda se disolvió y él quedó, literalmente, en el limbo. Sin grupo. Sin buenas opciones, obviamente sin plata, pero peor aún: sin inspiración y sin ganas para continuar. “Ni siquiera un mal amor tenía en esa época, qué vaina tan triste”. 
Pero en momentos así (la tal crisis que los economistas y los motivadores empresariales enmascaran con el eufemismo: momento de oportunidades; pero que los caribes cerreros llamamos: estar vuelto mierda) una aparente derrota bien puede servir para subvertir el mito de que no se puede ser profeta en la tierra, y lo que durante siglos, eruditos y profanos han proclamado como “el viaje a la semilla, el regreso a la génesis, la vuelta al tiempo cero” y demás etcéteras, pasó de fácil lugar común a equilibrada posibilidad: Pedro ---con sus bártulos, sus baquetillas y, sobre todo, una trayectoria en la que había visto como el musgo crecía a expensas del tiempo--- volvía a la tierra de sus primeros amores y cicatrices; aunque tal vez sin que él lo supiera había recibido ya el impacto mudo de la anagnórisis y regresaba no con la saliva delgada y el ojo anhelante del principiante sino con el sudor áspero y el oído certero del veterano. 

Yo me atrevo a proponer que aquí comienza una segunda etapa de su vida: la del líder, la del creador. Dirigió los grupos de danzas del colegio Andrés Rodríguez, al grupo folclórico Raíces, y fue docente de percusión en el taller de formación artística de la casa de la Cultura de Sahagún. Ese aparente período de re-encuentro no sólo sirvió para darse cuenta de sus otros potenciales creativos ---pues jamás va a ser lo mismo ver moverse la batuta a hacerla danzar por los aires con nuestras propias manos---, sino que lo ayudó a ingresar con mayor fuerza en una de las universidades de la música de banda: la Super Banda de Colomboy. A casi veinte años, a Pedro apenas le faltaban las canas, el reguero de hijos o las infaltables queridas para que le dijeran maestro. Lo demás ya lo había logrado, y de sobra. Con la Super Banda redondeó su proceso formativo desde lo académico y lo práctico: asistió a los talleres de formación artística del maestro Darío García, luego a otros con el maestro Julio Castillo y finalmente estuvo en las manos del desaparecido maestro Ricardo Hernández Ochoa.
Corría el año 99. El Festival del porro de ese año lo ganó la Banda Nueva Esperanza de Manguelito. A esa edad, Pedro tomó dos de las decisiones estéticas más radicales de su vida: la primera, que iba a dejar de lucir su bigotillo característico, pues las minucias sobran cuando se ha consagrado la totalidad; la segunda, que, sin abandonar los placeres que los redoblantes le causaban, iba a comenzar a descifrar los secretos del clarinete, de la mano del maestro Darío Meza. Fue por esa época que los polvos enlatados que su mamá le dio en su infancia comenzaron a hacer efecto y se empezó a apreciar a un Pedro Arroyo que equilibraba peso artístico con peso corporal. Además, sacrificado el bigote, la barriga ---otro rasgo del buen músico---, debía apreciarse un poco. Y como un hombre de esas características tiene que hacerle justicia a la apariencia, no sólo comenzó a componer canciones, sino que decidió casarse con su novia, Luz Dary Rivero Navarro, y a fe que ha sido exitoso en ambos retos. En la versión XVII del Encuentro Nacional de Bandas de Sincelejo, participó con una canción que, muchos sospechan ---ya lo podemos decir sin más rodeos---, le hacía homenaje a su fisonomía adolescente, pues lo tituló: El cabeza e´ clavo. Con ese tema ocupó el tercer lugar en la categoría de Porro Palitiao. A partir de ahí, Pedro no sólo ha construido un repertorio que hoy día comienza a consolidarse en la tradición folclórica regional (Santa Cecilia, Luna y Amor, El Mosquito, Las Cosas de Pello, Pelayo Sabanero, Añoranzas, La Chiquituela, La Chivera, La Ronda del Sinú, El Viejo Jarocho, Chamarra) sino que esa proverbial composición ha hecho que la gente que más lo aprecia se olvide de su popular nombre de pila ---que bastante sabemos que significa piedra y muy poco: aquel que ama lo que perdura---, para llamarlo cariñosamente: ¡hombe, cabeza e clavo!, ¡cómo te ha ido cabeza e´ clavo!, ¡vamos pal Festival cabeza e´clavo! 
Sin embargo, él insiste en que la mejor de sus creaciones se llama Shary Luz. Desde luego es una de sus canciones, pero más allá de ello, se trata de la otra herencia que Arroyo ha puesto a correr en el mundo pues el nombre más que un título es una verdad: Shary es su hija, su primogénita: la Luz que forjó junto a otra Luz. 

32 años después de que voces arcanas lo extrajeran del útero junto al Festival del Porro, Pedro cumple la máxima de que los sueños, no son simplemente sueños: sino anhelos por fraguar. Aquel muchacho flaco que no paraba de darle baqueta a los pupitres del Andrés Rodríguez y que a los diez años hablaba de tú a tú con el profesor de música Angilberto Garrido, el que prefería nutrirse con el vacío de las latas en vez de la leche en polvo, logró en el 2009 saborear la gloria en su forma más pura: ataviado de pantalón negro, zapatos de charol y una camisa cardenal con pintas azules, se presentó en el XXXIII Festival Nacional del Porro con la Banda la Nueva Esperanza de Manguelito-La que toca bonito ---con más de 50 años de trayectoria---; y en el mismo instante en que se diluían las fronteras entre el 29 y el 30 de junio se coronaba sobre la tarima María Varilla como ganador absoluto en la categoría Pelayera, bajo la batuta del maestro Rafael Genes. “Pensar que en el 2007 guardé luto riguroso debido a la cancelación de la versión XXXI del Festival”. En el 2010 volvió a montarse en la tarima, aunque la miel del triunfo la saboreó desde el segundo lugar. 
Otro de sus logros relevantes fue hacerse visible a la retina de uno de los artistas musicales mejor formados y con más experiencia y logros en Colombia: Juancho Nieves Oviedo. Pedro es uno de los elementos claves de la Tribu Barají, agrupación creada y dirigida por el maestro de las barbas cenizas, con la cual ha logrado llegar a más de una centena de Festivales y eventos en el país, participar en dos trabajos discográficos ---no sólo como instrumentista sino como arreglista al lado de figuras como Elber Álvarez y Luchito Hernández---; así como hacer parte del video de La Tierra del Olvido (iniciativa promovida por el American Business y Playing for Change) junto a Carlos Vives, Totó la Momposina, SextetoTabalá, Orquesta Sinfónica Juvenil Batuta, Tambores de Cabildo, entre otros. Su aparición más relevante en el video ocurre en el minuto 4: 25: Pedro aparece en contrapicado diagonal derecho, en un blanco y negro que vuelve a colorearse, marcando el ritmo con el dedo índice, sin bigote y tocando una de las inigualables gaitas en afinación 4:40. 
Cuando no está compartiendo escenario con Carlos Piña, con Ramón Darío Benítez, o cuando no está tocando con la 11 de Noviembre de Rabolargo, la Dinastía de la Yé, la 19 de Marzo de Laguneta, Nuestra Señora del Rosario de la Doctrina, la Ecos de la Candelaria de Cereté, la Tribu Barají o con la orquesta de la reina del porro: Aglaé Caraballo, es frecuente verlo bien temprano por la Avenida primera de Montería presto a laborar en su faceta de ingeniero de sonido en SAYCO al lado de Remberto Martínez (de quien cuenta la leyenda, con su guitarra saca lágrimas a la luna para hacer de la sabana un eterno poema). Pedro viste guayabera blanca y pantalón de lino negro, lleva un estuche gris y alargado en el que guarda el clarinete. Con esa indumentaria de músico de tiempo completo y el mismo gesto adusto que esconde a los mamadores de gallo profesionales, lo he visto de jurado en el Festival Nacional de gaitas Francisco Llerene de Ovejas (Sucre) o en la conferencia de apertura del Encuentro Nacional de Bandas de Sincelejo. Pero cuando realmente se puede apreciar al verdadero Pedro, cuando se puede observar como la pasión se le derrama por los ojos y labra en su rostro una sonrisa de misión cumplida, no es cuando sus cachetes se inflaman para hinchar al clarinete o cuando hace retumbar al redoblante con sus dedos de jauría: su momento más sublime, el momento en que se muestra en toda su magnitud el artista que es, es cuando pasea en su motocicleta 80 por la Avenida del Hospital de Sahagún con Luz Mary y Shary Luz. Cuando lo veo así, recuerdo como los 60 mil hijos del rey Sagara, en el Ramayana, pagaron con su vida la desatención a una advertencia jamás oída: “Temerario el que desafía al tigre en su guarida, el que despoja el hijo de corta edad a su madre y el que interrumpe al sabio en su profunda meditación”. Decido entonces no sacarlo ni sacar a sus mujeres del sortilegio que los cubre junto al viento que desplazan. Y aunque sé que lo halagaría, ni siquiera me atrevo a saludarlo con el grito vehemente de: ¡Cabeza e´clavo, mi hermano, cómo estás, qué alegría de verte, hombre! 

(*) Arquitecto. Gestor Cultural. Candidato a MFA en Creación Literaria en la Universidad de Texas-El Paso. 


E-mail: julio_arq3@hotmail.com 

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